domingo, 10 de julio de 2016

De reflexiones y espejos

Qué mal nos sienta madrugar, Matilde. Vaya pelos me llevas, pareces la niña del exorcista. Yo también tengo lo mío, con este peinado a lo Nicholson en "El  resplandor" ... para lo que hemos quedado, Matilde, un loco y una endemoniada. Dices que el espejo del baño te hace arrugas, que deberíamos cambiarlo por otro más desenfocado, uno modelo Sara Montiel que has visto no sé dónde, pero con esta crisis ya me dirás, como mucho nos da para uno del parque de atracciones, ése que adelgaza la figura, que uno se ve con otro lustre y lleva el día de otra manera, aunque lo mío no tiene remedio, Matilde, tú al menos puedes alicatarte la cara con esos polvos tuyos que hacen milagros, pero a mí ni el Photoshop, Qué lástima, con lo que hemos sido, Matilde. Madrugar no es bueno, ya lo decía mi tío, que se conservaba bien y dormía como un lirón, por el aire del campo decía, aunque tuviera querencia al aire de tasca y al aroma de vino peleón. 



Ya suena la cafetera, Matilde, apúrate, que se nos hace tarde.    

jueves, 2 de junio de 2016

Amanecer

A pesar de la calma nocturna, las aspas del molino se cimbreaban como sí quisieran girar con una inercia antigua. Una grieta se extendía desde la base hasta uno de los ventanucos, tan marcada y profunda que podía verse incluso en medio de la lúgubre luz del primer albor. Don Alonso Quijano hizo una seña a su noble escudero Sancho, y éste desmontó de su pollino, abrió las alforjas y sacó de ellas unos retales hechos de sábanas gastadas, remendadas a lo largo. Con cierta maña y no pocas penurias, fueron subiendo a las aspas, una por una, cubriéndolas con aquellas lonas improvisadas, que sujetaron a la madera con cuerda de cáñamo.



Una vez concluida la labor, regresaron al lugar donde aguardaban sus rocines. Sancho aprovechó entonces para equilibrar el peso de las alforjas, Don Alonso se alzó en su montura y, lanza en ristre, esperó a que el aire del amanecer hiciera el resto.

domingo, 15 de mayo de 2016

Paraíso

Un ligero viento acariciaba las hojas del cocotero. El hombre extendió su brazo asiendo en la mano el recipiente peludo del cóctel dulzón hasta hacer coincidir su silueta con la de uno de los frutos inmensos que pendían de aquél árbol generoso. Luego simuló recogerlo con un movimiento pausado hacia sus labios y, deteniendo el tiempo, degustó el brebaje a pequeños sorbos. Sin darse cuenta, su mente comenzó a divagar acerca de la composición de aquella mezcla: una buena dosis de agua de coco salvaje, bien cargada de pulpa, un chorro de ron cristalino, algo de azúcar, y un toque secreto que no supo determinar , aunque creyó reconocer su ligero sabor a placer y libertad. Absorto en su cábala, el efecto del alcohol y de la brisa fue sumiéndole en un sueño de paz mientras el sol tendía su manta anaranjada.

Cuando despertó, la hipoteca todavía estaba allí.